viernes, 28 de febrero de 2014

Nostalgia orínica

Cae la tarde, los rayos tímidos e incipientes del astro rey comienzan a decaer y con ellos, las defensas contra los cien recuerdos que inundan mi mente y luchan por hacerse notar de una manera caótica y dispersa por mi débil mente.
La lluvia trae consigo a Nostalgia, que atrevida y preciosa, quiere sacarme a bailar, y decido darle la oportunidad de que me abrace.

Recuerdo aquella estación, Atocha, ajetreada como siempre. 
Ella bajó del tren con dos maletas, una mochila y la sonrisa de quien quiere comerse el mundo y sabe que está en sus manos.
El monumento que fotografía la estación madrileña deseaba congelar aquel instante.
Primer día de aquella preciosa hecatombe.
Salimos a conquistar la calle, yo con un par de versos a sus ojos y ella con aquella risa que alumbraba a la Luna con su neón.

Aquellas tardes sobre la hierba del Retiro, soñamos que el cielo no era nuestro límite sino la pista de despegue, componiendo mil planes y expectativas al ritmo de nuestros besos a tientas cerca del palacio Real, que nunca llegó a ser más realidad que ella, que se pensaba la princesa de mi reino.
Noches en sesiones tardías del cine de Callao, adueñando aquellas salas y poniéndoles nuestro nombre a cada historia de amor que salía en la pantalla.

Domaba mis malas noches creyéndose mi heroína, y lo era. Heroína en sangre y de capa caída.
Su manía de taparme la boca si le confesaba que era la obra maestra que Dalí nunca llegó a retratar.
Vértigo, de aquellos suspiros que ya no me pertenecen.
Copas de ausencia y soledad entre vino barato de cualquier garito de la capital,
noches en Debod, en el fondo de mil bares de Huertas y suspiros entrecortados
en ese Café en la paralela a Gran Vía, donde te confesaba mil atrevimientos en efímeros mensajes entre servilletas de papel. Lo tuvimos todo ¿y qué más podría haber pedido?.
Amor debió de ser el temblor que invadía mi cuerpo ante el insignificante temor a perderla, a que cualquier día despertase y su risa no me perteneciese, qué ridículo.
Porque ella nunca quiso atarse, era un espíritu libre y me costó entenderlo, que le encantaba volar a ras del suelo y que solo necesitaba un impulso, mi impulso.
Mentiría si ahora, entre las cenizas de este último cigarrillo no dijese lo mucho que odio el no haber salido corriendo tras ella, cada vez que se giraba en las despedidas, de no haberla cogido por la cintura sin haberle permitido dar ni un paso más. Estaba cuerda, y acabé atándome a aquella curiosa loca.
Llegó el frío del final estival al ritmo de 'cigarettes', 'all the cigarettes that I've never smoke and all the letters I've never send'.
Mierda.

Aún guardo cada una de las cartas que le escribí y nunca fuí capaz de mandarle, aquellas en las que prometía la Luna pese a saber que ella era capaz de bajársela sin necesidad de comprarla o en esas en las que me creía Bécquer y Aleixandre por su culpa.
No volverá, me detengo a escuchar la lluvia caer, me asomo a la ventana cual masoquista, el frío cala mis huesos e invade mi ser. 
No está para espantar mis demonios y desterrarme al infierno con ella, a su calor.
Y¿quién querría a la triste del fondo del bar? ¿a la chica de la última fila del bus?.
Ella, solo ella.

Querer debe ser que tu canción favorita esté sonando, te llame ella y al primer toque contestes.
Y perdí la cuenta de canciones perdidas y llamadas a su contestador que siempre me devolvía un 'deja un mensaje después de la señal' en aquel tono alegre y dicharachero de su voz, que me consolaba en mi caótica ruina cuando decidió abandonarme.
Pero se lanzó al abismo y no me dejó coger su mano ni tampoco esperarla al final del túnel.
Se fue, con ella, vestida de novia como tantas veces habíamos planeado, desterrando el sueño de elegir nombre a nuestros hijos, gatos o lo que fuera que fuésemos a compartir, pero teniendo claro que empezaría por nuestra vida y un futuro a pachas, como esos vasos de vodka de madrugadas bohemias.
Tú eras la turista emocional, yo un simple pasajero.
Los trenes los sabías de memoria y paraban por y para ti.
La estación llevaba mi nombre.
No cuadraban las cuentas, ni nuestra fecha en el cristal empañado del coche ni las escapadas nocturnas a tu cuarto, ni tus ojitos tristes con mi sonrisa rota, tan siquiera tus días con mis noches.
Los domingos son el día oficial

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